XV. Madrid diferente
ERA el 24 de junio de 1940. Un hombre ya mayor, con las manos en los bolsillos, la boina calada y un punto de inquietud en la mirada se apiñaba entre el gentío que se debatía en la frontera con intención de pasar a España. Era don Pío Baroja, que había llegado de París a Hendaya apenas con lo puesto, a lomos de un tren lento y renqueante que iba lleno hasta los topes. El novelista se armó de paciencia, dejó que los más impacientes pasaran delante y, cuando encontró un hueco, al cabo de muchas horas, consideró que había llegado su turno: cruzó la frontera. Al llegar a Vera hubo una explosión de entusiasmo entre sus familiares. Vio a su cuñado por primera vez desde hacía cuatro años y lo encontró envejecido y con semblante de enfermo. Como éste le preguntara cómo se las había ingeniado para llegar hasta allí, Baroja le respondió: —Nadie me ha pedido nada, ni me pusieron ningún impedimento. Pasó el verano en la vieja casa de Vera y entre él y sus hermanos...
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