XIX. El solitario de Santa Elena
Lejos del mundo Algunos escritores han descrito esta isla como un lugar abominable, con un clima horrible, que desencadenó la rápida muerte de su prisionero. Pero lo cierto es que el clima de Santa Elena es muy saludable, el agua potable es sana, y en aquella época su suelo estaba cubierto de árboles. El mariscal Bertrán y su esposa, el general conde de Montholon y su esposa, el general Gourgaud, el conde de Las Cases y su hijo, su ayudante de cámara Marchand y otros servidores, fueron el reducido número de personas que acompañaron a Napoleón en su exilio. Desde el primer día fueron muy poco amigables las relaciones del emperador con el gobernador de la isla, Hudson Lowe, militar de pocas luces que estaba poseído por un pánico horrible ante la idea de que su prisionero pudiera escaparse. El ocio imprimió una gran melancolía en el carácter de Napoleón, acostumbrado a una actividad constante en jornadas de dieciocho horas. En sus horas de tedio se dedicó a dictar a Las Cases su Memorial de Santa Elena, donde nos recuerda sus campañas, lo que tenía que haber hecho y no hizo, así como lo bueno y lo malo de cada una de ellas. En este memorial, que quedaría inconcluso, nos dejó constancia del reconocimiento de sus errores en lo que respecta a las invasiones de España y Rusia, y trató insistentemente de mejorar su imagen para la posteridad. A partir de 1819 su salud empezó a dar muestras de continuos trastornos, que el médico inglés destinado para cuidarle calificaría de gravísimos. Períodos sombríos y taciturnos se alternaban con otros de gran lucidez. Dos años después, los terribles dolores internos se hicieron más fuertes, repitiéndose con más frecuencia. Sin duda, Napoleón era consciente, desde hacía tiempo, que el mal que le aquejaba era el cáncer, la misma enfermedad que produjo la muerte de su padre, cuando éste contaba cuarenta años. Cuando sus dolores se atenuaban, trataba de bromear sobre su enfermedad, esforzándose por dar ánimos a los que le rodeaban: «El cáncer es Waterloo, que se me ha metido dentro del cuerpo.» Viendo próximo su fin, Napoleón dictó a Mont-holon su testamento, en el que figura la célebre frase que hoy se encuentra grabada en mármol en su tumba de la Iglesia de los Inválidos de París: «Deseo que mis cenizas reposen a orillas del Sena, en medio de ese pueblo francés que tanto he amado.»
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