XIII. La guerra española
En Francia Una mañana de primeros de agosto, cuando Baroja leía en su habitación unos periódicos que le acababan de subir, recibió la visita de un tal don Fernando Ortiz, cuyo nombre le sonaba. —¿No me recuerda? Soy Ortiz Echagüe, de «La Nación» de Buenos Aires. Le invitó a comer en un restaurante de los más caros de San Juan de Luz y pasaron el día juntos. Al atardecer, paseando por la playa, el director de los servicios europeos del importante diario argentino le hizo una oferta generosa. Era la tabla salvadora que, de momento, ponía un compás de espera al futuro sin el fantasma de la miseria. Allí mismo, en San Juan de Luz, empezó Baroja a escribir artículos para «La Nación» bonaerense, que le pagaban más que satisfactoriamente. Trabajaba por las mañanas, y por las tardes, después de comer, solía salir a pasear con algunos amigos, entre ellos con el francés Paul Gaudin, que gustaba de acercarle hasta Hendaya para avistar más de cerca el panorama de la España en guerra. Allí hablaba con grupos de refugiados del lado republicano, que parecían mudos de espanto, y también con grupos de falangistas, y aun de requetés, que le decían que pasase, que no tenían nada contra él. También acostumbraba Baroja a frecuentar la amistad de una violinista rusa que acababa de salir de España. Había estado en Barcelona y en Madrid dando conciertos y tenía muchos amigos españoles. A la rusa la veía generalmente en la playa. —¿Y qué es lo que piensa hacer usted? —le preguntó un día. —No lo sé —dijo Baroja, encogiéndose de hombros—. Supongo que esperar. La rusa le explicó que tendría que pensar en algo más práctico que permanecer en San Juan de Luz, escribiendo artículos para un periódico argentino, ya que la guerra en España iba para largo y podía durar, incluso, un año o dos. —¿Y qué quiere usted que haga? —le preguntó Baroja—. De momento no juzgo conveniente el volver a Vera. Se separaron, pero dos días después la rusa fue a ver a Baroja a su aposento. —He pensado que lo que a usted le conviene es tratar de pasar a París. Escríbale a Angel Establier, que ya sabe que es el director del Colegio de España en la Ciudad Universitaria de París. Quizá pueda hacer algo por usted; incluso conseguirle una habitación… Baroja dijo que sí, pero pensando para su coleto que no le escribiría a Establier. ¿Para qué? Lo más probable es que no consiguiese nada. Sin embargo, un par de noches después, pensando bajo los silencios espaciados y reducido por el insomnio, Baroja recordó a un antiguo admirador suyo, del que tenía por casualidad las señas. Se trataba de un lector de la Sorbona…, apellidado Viñas y director adjunto del Instituto de Estudios Hispánicos. Era bastante amigo de él y le admiraba mucho. Por otra parte era persona influyente y conocía lo suficiente a Establier como para pedirle cualquier señalado favor. A la mañana siguiente le escribió. El verano se agotaba y se sucedían los primeros días revueltos que anunciaban la proximidad del otoño. Baroja recibía cartas de su familia. Su hermana Carmen le escribía desde Vera y su cuñado Caro Raggio desde Madrid. Por lo que decían ambos se veía claramente que la guerra duraría aún un buen tiempo. Tenía razón la violinista rusa; quizá un año o dos. Seguía escribiendo para «La Nación» y paseando con Paul Gaudin a la caída de la tarde. Cuando se acercaba a Hendaya acostumbraba a hablar también con el secretario de la Embajada de Uruguay en Madrid, Pablo Minelli, y con otras gentes que le apreciaban y admiraban. Una mañana, ante su sorpresa, apareció en su correo, entre unas cartas de Vera y otra de Buenos Aires, un sobre a su nombre con el remite de su amigo Viñas. Éste le informaba que había hablado con Angel Establier, y que no había ninguna razón para que no se dirigiese a París y se instalase en el Colegio de España. Baroja se animó un poco. Otra vez París y, en esta ocasión, cualquiera sabía por cuánto tiempo. Escribió a Vera y a Madrid, comunicando su traslado de residencia, y tomó el tren de París con su menguado equipaje de desterrado sin suerte.
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