XII. La Academia
Tiempos republicanos De vuelta a Madrid, no puede por menos de asustarse Baroja ante el giro que iban tomando los acontecimientos. Por todas partes se habla de los intentos de una reforma agraria, que tal como se dice que se va a llevar a cabo no agrada demasiado al escritor. La sociedad de los jesuitas ha sido disuelta en estos meses, en tanto surgía en Cataluña la levadura de una rebelión anarquista y en Sevilla la sublevación abortada de Sanjurjo, de inspiración claramente monárquica. En estos años que van del 32 al 34, al tiempo que Baroja atiende las constantes peticiones de colaboraciones periodísticas y da cima a su larga serie de las «Memorias de un hombre de acción», Valle-Inclán, siempre espoleado por la inquietud económica, ha concertado un par de colaboraciones salvadoras con el diario «Ahora» y con la revista «Blanco y Negro». Posteriormente es nombrado director de la Academia Española de Bellas Artes de Roma. Volvería a Madrid para presenciar su último estreno teatral, el de «Divinas palabras», que se celebró en el «Español». Azorín, entretanto, sigue andando y pensando. Escribe un librito que se titulará «Lope en silueta», y que se publicará en 1935. Benavente, por su parte, acaba de estrenar «Santa Rusia», «La duquesa gitana» y «La moral del divorcio», y prepara los de «El rival de su mujer» y «La verdad inventada». Ramiro de Maeztu es, tal vez, el que más ha cambiado de los de su grupo en relación a como era en los años heroicos de la dura vida literaria. Maeztu ha derivado de un momento corrosivo, hostil a todo y revolucionario, a una etapa de madurez en la que su atención se vuelve a todo lo que tenga que ver con política. Durante la Dictadura, luego de ingresar en la Diplomacia, se había puesto al lado del general Primo de Rivera, que le había nombrado embajador en Buenos Aires. Posteriormente, y cada vez más inclinado a las derechas más conservadoras, había formado parte de la reacción acusada en el grupo de «Renovación española». Por aquellos años de la República acababa de publicar su libro «Defensa de la Hispanidad», que iba a ser el fiel exponente de su pensamiento en los últimos años de su vida. En la novela parecían alentar nuevos modos. Ramón J. Sender estaba recién llegado. Ramón Gómez de la Serna greguerizaba a diestro y siniestro. Y en el teatro empezaba a llamar poderosamente la atención la nueva manera de un autor que se llamaba Enrique Jardiel Poncela, que acababa de dar a conocer «Usted tiene ojos de mujer fatal» y «Angelina, o el honor de un brigadier». Ya poco después de llegaba la República, Azorín, que seguía siendo uno de los pocos «viejos amigos» que le quedaban a Baroja, le había preguntado si él había pensado nunca en la posibilidad de ser académico. Baroja le había contestado: «—Me parece que no tengo condiciones para ser lo. Además, creo que no lograría que me aceptasen si yo me presentara.» Azorín, sin dar a su voz ninguna inflexión confidencial, le dijo: «—Pues le advierto que se lo he preguntado por que don Ramón Menéndez Pidal y algunos otros académicos verian con gusto que usted se integrase en ellos. Media hora después, Baroja, ya no se acordaba de aquellas palabras de Azorín. Siempre había sido muy poco dado a esperar recompensas y honores oficiales, y por otra parte se tenía a si mismo, además de por un «hombre humilde y errante», por algo fundamentalmente distinto a la idea que tenía de los académicos. A Azorín sólo lo veía de cuando en cuando, dando un paseo ambos por el Retiro o por la Gran Vía, quizás coincidiendo en la Cuesta de Moyano o en la trastienda de alguna librería de viejo. Por eso le extrañó mucho cuando, hallándose en su casa una noche de la primavera de 1934, pensando en el próximo viaje a su casa de Vera de Bidasoa, le anunciaron la visita de Azorín. ¿Qué pasará?, se habrá preguntado Baroja extrañado. Miguel Pérez Ferrero nos vuenta el dialogo de aquella noche: «—¿Qué hay? ¿Ocurre algo? Azorín dijo: «Existe una vacante en la Academia, y. se ha pensado en usted. —¿Pero con unanimidad? —volvió a preguntar Baroja. —Sí; hay unanimidad —repuso Azorín. —Me choca.» Azorín añadió: —Piense si le conviene o no. Pero ha de atenerse a una condición previa: si acepta usted, tiene que leer el discurso de ingreso. A Baroja le producía sorpresa todo aquello. Vaciló un momento. Y aceptó.» Cuando se celebró la elección en el seno de la Academia, don Pío Baroja ya había partido en compañía de su madre, de sus últimos libros recién adquiridos y de sus gatos hacia el retiro de Vera. Madrid se inflamaba de sol, ya era más verano que primavera. Como Azorín había adelantado, existía unanimidad entre los miembros de la docta casa. Pío Baroja fue elegido y cuando al día siguiente los periódicos publicaron la noticia, el asombro de una buena parte del país no tuvo límites. ¿Era posible? Muchos no se lo explicaban, o no querían, sencillamente, explicárselo. Se había formado la idea casi general de un Baroja anárquico, descuidado con el idioma, con muy pocas seguridades en cosa alguna y con una especie de desdén por todo lo establecido. ¿No era ésa la viva imagen del antiacademicismo? ¿Cómo, pues, el antiacadémico por antonomasia del país era llamado al seno de la Academia de la Lengua? Muchos no pudieron o no desearon comprenderlo, y aun hubo quien, cargando la pluma con la tinta de la inquina, por no decir del odio y de la envidia, desató sobre Baroja los más ruines epítetos y, sobre los académicos que le habían elegido, el anatema más furibundo. El, en su casa de Vera, atendía llamadas de los periodistas de Madrid, recibía a los de San Sebastián y Pamplona y leía felicitaciones que le llegaban por todas partes. También leía, cómo no, los dardos envenenados que algunos le dirigían, pero a eso estaba acostumbrado. Se limitó a pasar el verano lo más cómodamente que le fuera posible y a escribir, de paso, y para que luego no se le torciese, el discurso de ingreso tal como Azorín le había pedido. Cuando regresó a Madrid, con el primer soplo dorado del otoño, ya traía su discurso en una carpeta, que le mandó rápidamente a su caro Azorín. Este le visitó y tuvo con el novelista una conversación, previa a los preparativos del ingreso en la Academia. El maestro levantino le aconsejó que se hiciese contestar en la recepción por el doctor Marañón. «—Escríbale usted en ese sentido.» Baroja lo hizo y don Gregorio aceptó con placer. El novelista anunció que el tema de su discurso de ingreso sería su propia biografía, caliente, apasionada y, al propio tiempo, vacía de todo extremismo y de cualquier dogma. El 12 de mayo subsiguiente leyó su discurso don Pío Baroja, que vestido de etiqueta hizo su aparición en el resonante edificio de la calle de Felipe IV. Pocas veces se había despertado una curiosidad tan viva ante una recepción académica. Había quienes habían acudido empujados por una serena admiración al ilustre novelista, cuya larga obra, gigante en acentos narrativos, iba a ser recompensada con el honor oficial. Otros, en cambio, asistían para curiosear, para ver si era verdad que el viejo anarquista descreído se fotografiaba a las puertas del salón solemne, vestido de etiqueta, entre obispos y personajes brillantes de la vida nacional. El acto, que fue muy comentado, tanto por lo que se refiere a la exposición de Baroja como por lo que atañe a la contestación de Marañón, habría de quedar primorosamente recogido, años después, por la memoria de éste último: «La tarde de su recepción se agolpaba la gente en el salón de actos, tal vez dudando todavía de que el escritor rebelde apareciese vestido de etiqueta, rodeado de obispos y de personajes en uniforme, para leer un discurso lleno de flores y de cortesías protocolarias. Pero era verdad. Baroja compareció, llevando su frac con la misma naturalidad con que llevaba los demás días un chaquetón azul de mal corte, con los bolsillos dilatados a fuerza de papeles y de libros. Y leyó, en un discurso inolvidable, su propia biografía, desgarrada, amarga y generosa. Los majaderos que suponían que iba a renegar de su pasado literario, bronco y sin preceptos, para ingresar en la mansión donde el idioma se pule, quedaron estupefactos al ver que aquella vida arriscada, original y a contrapelo de todas las normas oficiales, terminaba en la Academia, sin violencia alguna, con la misma naturalidad con que un torrente vierte y disuelve, de súbito, su inquietud en la paz de un lago… Baroja, hombre solitario y antiespectacular, recibió aquella tarde la manifestación de fervor colectivo más importante de su vida. La multitud, en pie, aplaudía al académico, y él recogió los aplausos con un leve gesto de inquietud. Porque no sabía lo que en aquella tempestad afectuosa había de reconocimiento a su obra pasada, o a su aprobación a sus rebeldías de ahora (en él la rebeldía era academizarse), o de reiteración a que, desde la puerta que acababa de franquear, retornase al arroyo, donde la horda de los miserables, que él había convertido en héroes, rebusca en los montones de basura ese diamante perdido en el estiércol, que el mendigo espera encontrar cada vez que hunde en el fondo de la suciedad su hierro puntiagudo…» Baroja era ya académico, y lo que más satisfacción le causaba su flamante investidura era la alegría infinita que producía en el corazón de su anciana madre. De esta época recoge Marino Gómez Santos, en su libro sobre el doctor Marañón, una carta enviada a este por el novelista con ocasión de su ingreso en la Academia. Dice así: «¿Dicen los jóvenes ateneístas que nos hemos pasado al enemigo? No se comprende a qué enemigo. A mí me escriben dos catalanes acusándome de traidor y enchufista. La verdad es que cuando uno no pretende el apostolado no se le puede juzgar en calidad de apóstol. Estos jóvenes españoles actuales, como sus papás, son un poco duros de mollera y no quieren ver que puede haber otra cosa que derechas o izquierdas. No parece sino que el mundo es un hemiciclo. Yo, al menos, soy de los que están tumbados fuera del hemiciclo…»
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