XI. La Primera Guerra Mundial
Causas de la guerra Las causas profundas que llevaron a la guerra venían tramándose hacía años, tras la creación de Alemania e Italia como naciones y el desarrollo del movimiento nacionalista, que se había extendido a todo el mundo. Entre las grandes naciones existían rivalidades por las colonias y por los productos naturales que importaban de ellas para su manufactura. Alemania deseaba hacerse con rutas comerciales propias, pero se veía frenada por Gran Bretaña. El Imperio austro-húngaro, dividido por el nacionalismo creciente de las diferentes provincias, estaba en un estado de constante tensión. En Rusia, derrotada por Japón en 1905, estaba fermentando la gran revolución bolchevique. Francia, por su parte, ansiaba una revancha contra Alemania para recuperar el territorio de Alsacia-Lorena. Dos grandes alianzas se habían formado: la triple alianza de Alemania, Austria-Hungría e Italia, por una parte, y, por otra, la alianza de Rusia, Francia y Gran Bretaña. Con el asesinato del archiduque, Austria se prepara para la guerra con Servia, tras asegurarse el apoyo alemán. Rusia, por su parte, acude en ayuda de Servia, y las gestiones diplomáticas ya no pueden parar la bola de nieve que se abalanza sobre Europa. Francia se une a Rusia, y cuando Alemania invade Bélgica, Gran Bretaña declara la guerra a Alemania. Por tanto, desde casi el principio, siete naciones entran en el conflicto. Cuando cuatro años más tarde, la guerra termina con la derrota de Alemania y la disolución del Imperio austro-húngaro; 23 naciones se habían visto envueltas directamente; más de 65 millones de hombres habían sido movilizados; más de la mitad de ellos habían causado baja, entre muertos, heridos, prisioneros o perdidos. Un total de 10 millones murieron en el campo de batalla. La sacudida causada a la vida política, social, económica y cultural de los países participantes fue incalculable. Freud nunca había demostrado un interés especial por la política, y en sus juicios y valoraciones cometía los mismos errores que cualquier hombre de la calle. Durante sus años de estudiante había sentido atracción por la vida militar, y seguía la guerra franco-prusiana meticulosamente en un gran mapa que había colocado en la pared de su cuarto, y en el que iba haciendo marcas señalando las batallas que tenían lugar. El shock que supuso el asesinato del archiduque lo registró lo mismo que todo el mundo, y en una carta que escribió ese mismo día a Ferenczi le decía: «Te escribo estando todavía bajo el impacto del asombroso asesinato de Sarajevo, cuyas consecuencias no se pueden predecir». Después de este primer estallido, hubo calma otra vez durante algunas semanas, y Freud, pensando probablemente que no se desencadenarían acontecimientos más graves, permitió a su hija Anna, la menor, que saliera para Hamburgo y continuara después viaje a Inglaterra. El 23 de julio, sin embargo, Austria manda un ultimátum a Servia, ultimátum que ésta acepta, y Austria inmediatamente bombardea Belgrado, empezando así la Gran Guerra, la primera guerra mundial. Sus tres hijos, Martin, Oliver y Ernst, son movilizados para unirse al ejército austriaco inmediatamente, lo mismo que su gran amigo húngaro Ferenczi, quien sólo podrá dejar su país unos pocos días durante el resto de la contienda. El correo, del que tanto disfrutaba Freud y que necesitaba para mantener el contacto continuo que a través de largas cartas seguía con sus colaboradores y amigos del exterior, también cesa prácticamente. Las cartas procedentes de los países aliados son interceptadas continuamente, y Jones, para hacerlas llegar desde Inglaterra, recurre a amigos de Holanda, Suecia, Suiza e incluso Italia, los cuales las reexpedían desde estos países hasta Austria. Sorprendentemente, Freud, a sus cincuenta y ocho años cumplidos, no acoge la guerra con el horror que muchos sintieron desde el primer momento, sino que, al contrario, reacciona con entusiasmo apoyando abiertamente la postura alemana. El sentimiento militarista de su primera juventud se despierta ahora, y comenta que es la primera vez en treinta años que se siente realmente austriaco. Lo único que parece entristecerle es el hecho de que su país predilecto, Inglaterra, se haya convertido en enemigo. Después de que Alemania declarara la guerra a tres países, Freud escribe: «La apoyaría con todo mi corazón si pudiera pensar que Inglaterra no está del otro lado». Con toda esta excitación inicial, pasa esos días sin poder trabajar, comentando las noticias con su hermano Alexander durante horas enteras. Este primer entusiasmo, sin embargo, sólo le dura dos semanas, pues las derrotas que sufre Austria en Galitzia le humillan, y pone entonces su esperanza en el ejército alemán. Su hijo Martin va a entrenarse a Innsbruck, comentando con humor que la guerra le va a dar la oportunidad de visitar Rusia, cosa antes imposible debido a la prohibición del gobierno del Zar, que no permitía a los judíos de ninguna nacionalidad atravesar la frontera. Anna, que se había quedado aislada en Inglaterra, logra volver en agosto acompañada del embajador austriaco, teniendo que hacer el viaje a través de Gibraltar y Génova. Debido al pequeño número de enfermos —en septiembre sólo tuvo dos, húngaros, y al mes siguiente sólo uno—, Freud se dedica a trabajar en su despacho y sigue escribiendo. Poco después llega la noticia de la muerte de su hermanastro Emmanuel en un accidente de tren en Inglaterra. Freud había sentido desde pequeño gran cariño por él, y aunque Emmanuel tenía ya ochenta y un años, su muerte le afecta mucho. A Abraham le comenta: «Tanto mi padre como mi hermano llegaron hasta los ochenta y un años; por tanto, mis perspectivas son malas». Sin duda, la posibilidad de vivir mucho no le ilusiona ya demasiado. A los sesis meses de guerra, en diciembre, se siente deprimido y pesimista; intenta que Abraham le vaya a ver, pero no es posible, y aparte de Sachs y Rank, que no están alistados, se encuentra totalmente solo. Esta soledad y tristeza le invitan a pensar y trabajar, y deja traslucir su desilusión respecto de Alemania, de la propia Austria y de la civilización en general, en otra carta a Ferenczi: «Puedo decir que he dado al mundo más de lo que me ha dado. Ahora estoy más aislado del mundo que nunca, y pienso que después seguirá siendo lo mismo como resultado de la guerra». Sobre las ideas que le ocupan en este momento él mismo escribe usando el lenguaje militar entonces de moda: «Vivo, como dice mi hermano, en mi primera trinchera: especulo y escribo, y después de duras batallas he superado la primera serie de dificultades. La ansiedad, la histeria y la paranoia han capitulado. Queda por ver hasta qué punto se puede seguir con la victoria». A finales de año escribe a Jones en tono pesimista, pues han tenido que cesar las publicaciones que dirigía, ha perdido contacto con casi todos sus colaboradores, y teme que la guerra eche a perder el movimiento y la investigación psicoanalítica. Durante la mayor parte del año siguiente, sigue con la esperanza de que Alemania gane; pero, unos días antes de que Grecia también declare la guerra, piensa con inmensa tristeza que ya no podrá visitar sus ciudades, «las más queridas de cuantas he visitado». Siente también gran ansiedad por sus tres hijos, mezclada, sin embargo, con orgullo ante su comportamiento. En septiembre tiene oportunidad de visitar a su hija Sofie, en Hamburgo, y conocer a su primer nieto, Ernst, que luego llegaría a ser también psicoanalista. Ferenczi se las arregla para ir a Viena en dos ocasiones para estancias cortas, y le cuenta a Freud que ha analizado a su comandante mientras iban a caballo. Lo llama «el primer análisis hípico». Se le ocurre después que Freud se parece a Goethe, y trata de convencerlo comparándolos desde varios puntos de vista que le parece tienen los dos en común. Freud no se deja convencer. Le dice que es como si juzgara a dos pintores por la forma similar de sostener la paleta y el pincel, sin tener en cuenta la calidad de su obra. Admite, sin embargo, que tiene una cualidad: «una especie de valentía a la que no afectan las convenciones». De los cinco ensayos sobre psicología que escribe durante este tiempo, no llegó a publicarse ninguno. Freud estaba convencido de que le quedaba poco tiempo de vida y de que la guerra iba a acabar con toda una época. En estos ensayos trató, por tanto, de sintetizar todo su pensamiento y de resumir las ideas que había propuesto en sus diferentes obras. Aunque en alguna ocasión mencionó este trabajo a sus amigos, ninguno le pidió entonces leerlo, y una vez acabada la guerra, Freud, por razones que no dijo a nadie, los destruyó. Una gran pérdida, sin duda. Con gran esfuerzo por su parte, escribiendo él mismo los artículos, y con la ayuda de Sachs, logra que sigan saliendo algunos números de la Revista Internacional de Psicoanálisis, y Jones le pide que sigan poniendo su nombre como coeditor a pesar de la guerra. Fue la única publicación en Europa que, en esos momentos, siguió editándose sobre la base de una colaboración internacional. En 1916, cuando cumple sesenta años, le llegan felicitaciones de todas partes, aunque él hubiera preferido que su cumpleaños pasara inadvertido, pues le disgustaba enormemente ir haciéndose viejo. En esta ocasión le mandaron tantas flores que comentó que había perdido ya el derecho a tener coronas cuando muriese.
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