Una amonestación
Llamaron a la puerta que daba al patio. El padre Galicia se puso los anteojos y recogió una circular. —Pase —dijo luego. Arturo Sandoval, un muchacho macilento de aspecto frágil que estudiaba segundo de secundaria, entró. El padre lo miró brevemente por encima de la circular. —Ah, Arturo. Cierra la puerta. Las persianas estaban corridas, y después de la claridad del exterior el despacho parecía casi a oscuras. Los ruidos del recreo llegaban lejanos, inconexos. Arturo cerró la puerta y fue a pararse frente al escritorio, cruzando los brazos con aire desafiante: el héroe de la Resistencia ante el comandante nazi. Miró la cabeza calva del padre Galicia relucir en forma desagradable, vagamente obscena, por entre escasos mechones de cabello. Recordó una navaja de resorte que había visto en un aparador. Llevó la mano a la bolsa de su chamarra e imaginó contra sus dedos el roce de la cacha. Sacó el arma invisible, y manteniéndola oculta tras su pierna la abrió...
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