III. Un corso trasladado a Francia
La familia Bonaparte El 15 de agosto de este mismo año, en la pequeña población de Ajaccio, una joven de diecinueve años, Leticia Ramolino —casada con uno de los más aguerridos jefes que lucharon a las órdenes de Pascal Paoli durante la insurrección corsa—, daba a luz un varón. En este marco, con la isla repleta de llamativos uniformes y de armas amenazantes que portaban los franceses, nacía el creador de todo un imperio, el hábil estratega, el hombre al que Europa temió y acogió: Napoleón Bonaparte. Stendhal, personaje que acompañó a Napoleón en muchas de sus campañas, nos dice: «La madre de Napoleón fue una mujer comparable a las heroínas de Plutarco, a las Porcias, a las Cornelias, a las madame Rolland. Este carácter impasible, firme y ardiente, que recuerda más aún a las heroínas italianas de la Edad Media… es necesario para explicar el de su hijo.» La figura de Leticia es el fiel testimonio de aquella vieja raza corsa, cuyos antepasados han sido durante siglos jefes y guerreros. Hija de hombres activos, se destacó por su carácter férreo acompañando a su marido en las campañas guerrilleras. Ella misma contaría años más tarde: «A menudo salía, en busca de noticias, de nuestro escondrijo en la montaña y llegaba hasta el campo de batalla. Las balas silbaban en torno a mí, pero yo ponía mi confianza en Nuestra Señora.» Madre por primera vez a los quince años, cuando apenas pasaba de los treinta había dado vida ya a cinco varones y tres hembras. Es de destacar que todos los habitantes de la isla deseaban tener muchos hijos que asegurasen su descendencia y su raza para tiempos venideros. Los hijos eran un gran honor para cualquier hogar corso. Cuando los franceses lograron dominar la isla, Paoli y varios de sus fieles seguidores huyeron a Italia. Por el contrario, el padre de Napoleón, Carlos Bonaparte, no resignándose a abandonar a su familia, decidió capitular ante el invasor. Ante los duros tiempos que se avecinaban y con la necesidad de alimentar una numerosa prole, se decidió a colaborar con los franceses que le nombraron asesor de los nuevos tribunales. Su principal problema, en aquellos momentos, consistía en mantener, de una forma u otra, a los suyos. Condicionada por las circunstancias, la combativa Leticia se vio obligada a convertirse en un ama de casa ahorrativa y prudente. Ella misma se encargaría de la educación de todos sus hijos, lo cual hizo con una gran energía e inteligencia. De su padre heredó el joven Napoleón la versatilidad de espíritu y una imaginación vigorosa; mientras que su madre le imprimió el orgullo y el valor; y de ambos su intenso sentimiento de familia. Precisamente este amor a la familia sería, a lo largo de su vida, más un inconveniente que una ventaja. Su instinto de protección le llevó a elevar a la categoría de reyes, príncipes y duques a la mayoría de sus hermanos, cuya ineptitud y poca fidelidad le crearían graves problemas. Así, José, el primogénito, fue rey de Nápoles y de España; Luis, coronel de dragones y rey de Holanda; Jerónimo, rey de Westfalia; Elisa, gran duquesa de Toscana; Carolina, esposa de Murat y reina de Nápoles; Paulina, princesa Borghese, y Luciano, diputado, ministro del Interior, embajador en Portugal y príncipe de Canino. Entre todos ellos, los historiadores coinciden en que la única que tenía verdadero cariño hacia Napoleón era Paulina, mujer de gran belleza y atrevimiento, cuyas continuas aventuras amorosas dieron mucho que hablar en la época. Las intrigas familiares y los quebraderos de cabeza que todos estos personajes produjeron a Napoleón no tendrían fin. Habría sido mucho más conveniente para él no tener familia.
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