Prólogo (Felipe II)
Hubo una vez un rey cuya mirada sobrecogía a quienes por primera vez se presentaban ante él; un rey que gobernó un gran imperio, extendido sobre “tierras firmes e islas” de los cuatro continentes conocidos, divididas por mares y océanos del mismo color azul grisáceo que sus ojos. Tan grandes eran sus posesiones que nunca pudo verlas todas en persona, pero sí leyó decenas de miles de cartas y de libros, donde los monumentos, los paisajes y los deseos y problemas de sus habitantes se materializaban ante su mirada día tras día. Sus ojos, al leer, no eran menos escrutadores que ante cualquiera de sus súbditos. Cuentan que santa Teresa de Jesús palideció en su audiencia ante el monarca, pero no fue la única. Los contemporáneos describen como los predicadores enmudecían, los suplicantes se tiraban al suelo y los hidalgos olvidaban (ante aquella mirada) el negocio que los había traído hasta el monarca. Con un “Sosegaos”, y desviando la mirada hacia un lateral de la...
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